Campos de lava, cascadas sorprendentes, volcanes impresionantes –algunos, incluso con erupciones en directo–, géiseres, glaciares, lagunas termales… El paisaje de Islandia parece estar bendecido por los dioses. Todo le sienta bien a este país insular enclavado entre el océano Ártico y el Atlántico Norte, más cerca de Groenlandia que del continente europeo, que hasta le saca partido a los -2ºC de temperatura media –pero con una sensación térmica considerablemente menor debido al viento y la humedad– que soporta en invierno.


Las auroras boreales, el sol de medianoche y los avistamientos de ballenas se unen a este formidable catálogo, que se completa con el estilo y la calidad de vida de sus ciudades: Islandia es el país más feminista del mundo, el más seguro y, en líneas generales, el mejor, entre los 5 menos contaminantes y con una firme apuesta por la sostenibilidad que, antes de 2040, espera conseguir una huella cero de emisiones de carbono. En conclusión: todos quieren venir a Islandia.


El gobierno no consigue frenar la llegada cada vez más masiva de turistas y la situación empieza a ser insoportable. En un país con poco más de 100 km2 y una población de 380.000 habitantes, el pasado año llegaron 1,7 millones de viajeros, una cifra altísima que se queda corta si la comparamos con los 2,3 de visitantes anuales de los meses previos a la pandemia. ¿La solución? Implementar un impuesto turístico, una tasa municipal que se cobrará por cada noche de estancia y se destinará a mejorar los problemas de sobrecarga en el transporte y las infraestructuras que provoca esta masificación.