Lo más interesante de esta pequeña porción de tierra vizcaína no es su ubicación –en plena desembocadura del río Lea, frente a la costa de Lekeitio– ni su facilidad para enamorar a la cámara. Lo realmente espectacular de este islote es que no puedes visitarlo cuando quieres, sino cuando el mar te deja: solo cuando baja la marea, el agua descubre el malecón que conecta la isla a tierra firme, un camino resbaladizo lleno de liquen y verdín por el que acceder a Garraitz.
La isla de Garraitz, San Nicolás en español, esconde tras este nombre un pasado turbulento lleno de piratas, militares y monjes –recibe su nombre por la ermita consagrada a San Nicolás y San Sebastián–, pero también de enfermos. Siglos después de soportar una epidemia de peste, su aislamiento convirtió a la ermita en el lugar idóneo para albergar un sanatorio de enfermos de cólera y de lepra. Más tarde, la desolación y el clima vaciaron la isla y crearon una leyenda de fantasmas que hoy se mantiene.
Pero, ¿qué se puede hacer en una isla sin construcciones ni habitantes? Además de encontrarte con un pastor de cabras, multitud de conejos, pinos, gaviotas y los restos de la ermita y la muralla, sube a la cima de la isla, con 48 m de alto y unas vistas únicas sobre la vecina Guipúzcoa. Disfruta también del reciente nombramiento de la isla como parque arqueológico, el único del País Vasco –se han encontrado monedas, huesos, abalorios…– pero, sobre todo, estudia el calendario de mareas y organiza la vuelta a tierra firme: ten en cuenta que el mar cambia cada 6 horas y que con pleamar solo se puede regresar a nado en una zona con acantilados y corrientes y con la especial temperatura del Cantábrico.
La imagen que abre el texto es Isla de San Nicolás | Joselu Bilbo. Flickr